Equipo del Centro de Educación Infantil «Patinete»
Gracia Viscasillas
Relataremos aquí algunas pinceladas del trabajo con Mario, un niño con el que trabajamos desde los 2 años y cuatro meses hasta los tres años.
Los primeros días le acompañó su mamá. Cuando llegó, Mario no hablaba, no pronunciaba sonidos a excepción de un extraño y frecuente grito, no respondía a su nombre, ni dirigía la mirada. No manifestaba interés por los otros niños –tampoco los evitaba, más bien actuaba como si para él no existieran-, tampoco mostraba interés por los adultos. Le gustaba especialmente el jardín, donde su actividad más manifiesta consistía en un deambular, para el que solía acompañarse de carritos o carretillas que arrastraba, observándose también desequilibrio al andar.
Era también esto lo que la mamá nos decía que solía hacer cuando iban al parque: no jugaba con los niños, se dedicaba a arrastrar el carro y a correr detrás de las palomas, gritando.
De la deambulación al recorrido
Decidimos acompañar a Mario en su deambular, poniendo palabras, señalando hitos en su deambular, nombrando a los otros niños y nombrándole a él ante los otros.
Aunque iniciaba su estancia en la clase de referencia –que tiene unos ritmos y que a lo largo de la mañana pasa por diferentes espacios-, Mario continuaba con su deambular: por la clase, en la que tan sólo podía permanecer por muy breves momentos, y por el resto de la institución. Al principio iba directo a la puerta, que abría para salir de la clase, sin tener en cuenta a nadie. El decir de las educadoras de que para salir de la clase era preciso decirlo y salir acompañado, tuvo como efecto el que comenzase a buscar a una educadora para salir, llevándola por los diferentes espacios.
Al poco tiempo de esto se nos hizo claro que su deambular se había convertido en un recorrido ordenado: conocía los diferentes espacios y los objetos que encontraba en ellos, objetos que comenzó a pedir, señalándolos.
En la sala multiusos se ocupaba en colocar triciclos, coches y motos, poniéndolos en fila, metiéndolos y sacándolos de un pequeño patio interior; en el jardín, continuaba con su arrastrar carretillas; en la clase de los pequeños pedía los juegos de bolas de meter y sacar, y juegos con botones de aparecer-desaparecer, juegos en los que le acompañábamos con palabras. De vuelta a la clase, apenas podía permanecer allí por un breve periodo de tiempo y comenzaba a ponerse mal.
Nos dimos cuenta de que le calmaba ir a buscar su carrito y aceptamos llevarlo a la clase y que pudiera sentarse en él un rato, pero era difícil sacarlo de ahí. Se le propuso entonces «ir a llevar el carro a su lugar» (en la entrada hay una zona habilitada para dejarlos). Y es allí donde de nuevo se ocupó en colocar y recolocar los diferentes carros de los niños. Observamos que, además de calmarse y no necesitar ya permanecer sentado tanto tiempo, alrededor de la introducción de este «lugar» algo del grito se aminoró, se moduló.
Con esta modulación del grito, comenzó también la primera palabra: «ma», que comenzó a usar para referirse a diferentes cosas: «ma» era «mamá», pero también «toma» o «más».
En reunión: una dificultad del equipo
Pero entre la modulación del grito y la emergencia de la palabra queremos señalar algo que surgió en una de nuestras reuniones de equipo. En esa reunión, diferentes educadoras hablaban de la extrañeza de ese grito, del desasosiego que les producía. Se hizo manifiesta una dificultad, a situar del lado del equipo: la angustia, la necesidad que parecían sentir las educadoras de darle «una» significación a ese grito. Recondujimos esta situación poniendo el acento en el grito como signo del sujeto, como signo del sufrimiento de un sujeto y al que era importante no dejarle solo con ello; era importante hacer señal de que alguien escuchaba más allá de lo que ese grito significase. Cuando la pregunta por «la» significación consiguió quedar a un lado, cada uno se sintió autorizado para acompañar al niño y aportar diferentes respuestas y diferentes significantes, según su escucha.
De afuera a adentro
Mario comenzó a poder estar tiempos más prolongados –aunque aún breves- en la clase. Esto comenzó cuando pudo trasladar al adentro aquello que lo ocupaba en el afuera. De alinear las motos y coches grandes en la sala multiusos y en el lugar de los carros, comenzó en clase a alinear discos de colores y cochecitos. Al principio no soportaba que la fila se interrumpiese, poniéndose mal, pero tenía ya el recurso de solicitar la ayuda de la educadora, a quien tomaba de la mano. Luego, él mismo pudo recomponer la fila, no siéndole incluso tan necesario el que los elementos estuviesen pegados.
Los otros niños
Aunque por ese tiempo los efectos de apaciguamiento eran muy sensibles, la relación de Mario se daba exclusivamente con el adulto, evitando a los niños.
Felizmente, surgió la contingencia. Mario seguía mostrando predilección por el jardín y un día en el que pedía salir, Daniel –otro niño de su clase- parecía necesitar en ese momento una atención más exclusiva. Entonces, se les invitó a ambos a salir al jardín. Observamos que Daniel seguía los recorridos que hacía Mario, le llamaba y éste acudía, y desde cierta distancia parecía como si hablaran entre ellos. En uno de esos recorridos se metieron en la tienda de indios y la educadora introdujo los turnos en el juego de «¿dónde está …?». Ambos niños parecían disfrutar con este juego. En una ocasión se escucha a Mario decir «Ah, ah», esperando las palabras de la educadora. Más tarde, cuando ésta le pide a Daniel que salga, Mario –mirándolo- le dice «Ven».
Tomando apoyo en esta escena, las educadoras de la clase introducen un cambio en la salida al jardín: en vez de salir con todos los niños, desdoblan el grupo de manera que Mario salía, pero solo con unos pocos niños. De nuevo el juego de la tienda de indios, y esta vez son varios los niños que se suman a él. Pero también el señalar un juego de otro niño en el tobogán hace que algunos otros se acerquen, y también Mario. Por nuestra parte apuntamos a tomar una actividad y darle valor de juego, ya sea de Mario o de otro niño. Esto permite también introducir los turnos, la espera –en la que al principio había que ayudarle poniendo el cuerpo-, los nombres de los niños, y también el suyo -al que Mario comenzó a responder.
A partir de ahí empezó a estar más tiempo en clase, a sentarse a la mesa a desayunar, a acudir junto a otros a actividades como plastilina, pinchitos, pinturas, gomets…
Comenzó también a empujar si le molestaban o le quitaban un juguete, pues se produjo un cambio en la relación de los otros niños con él. Es decir, Mario empezó a existir para los niños como un niño más (algo que es muy sensible en Patinete es el cuidado con que los niños tratan a niños que presentan dificultades), pero también para Mario parecía comenzar a existir un «yo» al que referir el objeto.
Mario pasó a poder seguir los ritmos de la clase, encontrando el gusto por muchas actividades y solicitándolas en un ambiente alegre y tranquilo en el que otros niños se sumaban, niños a quienes también imitaba en sus juegos tanto de movimiento como de materiales, ampliándose así para él el mundo de intereses tan reducidos con el que llegó. El grito remitió, y empezó a expresar su malestar con el llanto –que las palabras o el cuerpo del otro aliviaban. Surgieron más palabras en su decir: del gesto con la cabeza para decir «no», pasó a decirlo con palabras, luego apareció el «sí», «mamá», «papá», palabras que nombraban alimentos (leche, agua, zumo, pan), y objetos que le gustaban (moto, coche, pelota), nombres de educadoras, y otras palabras como «más», «ese», «vale» o «está allí». También se hacía entender con gestos claramente dirigidos al otro y surgió una mirada pícara de provocación al adulto. A partir de ahí, el lenguaje se fue afianzando y ampliando.
Las pelotas
En paralelo a estos avances, queremos señalar el trabajo con otro objeto de su elección: las pelotas. Las usaba en la sala multiusos en momentos en que no había niños allí. Se trata de un montón de pequeñas pelotas que en principio lanzaba a su alrededor indiscriminadamente y en medio de las que corría gritando, por fuera del Otro. No dejaba de recordarnos al correr tras las palomas que relataba su madre.
Limitar el número de pelotas, proponerle recogerlas en una caja, dar un espacio acotado a ese juego (un pasillo entre dos clases), facilitó el juego en relación: lanzar y recibir la pelota nombrando al niño y al educador.
Una viñeta en el pasillo: Mario reúne las pelotas en un extremo del pasillo y lanza todas hacia el otro extremo en el que está situada la educadora; luego espera a que todas las pelotas estén allí y a que la educadora se las lance una por una. Suena el timbre y la educadora le dice que le espere que va a abrir la puerta. Ante la sorpresa de ésta, escucha decir al niño «Vale».
Nuestra hipótesis es que en ese correr tras o entre las palomas, las pelotas… Mario se perdía él mismo difuminándose sus contornos entre el caos de la pluralidad indiferenciada de esos objetos. Trabajar con pocos niños, con unas pocas pelotas, acotar el lugar (del juego, del lugar de los carros, del lugar de las pelotas en la caja…) ha permitido hacer surgir el objeto como elemento diferenciado y también el conjunto, y le ha permitido a él diferenciarse –lo que se observa, por ejemplo, a través de la respuesta a su nombre. Para ello, ha sido también necesaria la introducción de un Otro que ha podido acoger sus propuestas.